domingo, 14 de marzo de 2010

La huida de Margarita Paz Paredes.

Sucede que la Tierra estaba sorda. Vagué durante muchos siglos caminándola. Busqué, grité, me agoté, pensando que el eco de mi voz llamando siempre, llegaría a algún sitio y que una señal inhóspita me respondería. Pero el silencio pertinaz se entronizó y sólo el murmullo de su tiniebla invadió todo el espacio.

Era preciso huir, traspasar las fronteras del miedo y de la angustia; huir hacia otros sitios donde el amor pudiera alimentarse de una savia fecunda y perdurable, y donde se oyera la voz del hombre, armoniosa, fraterna y libre.

Salí rumbo a la noche, dejando atrás las lucecitas que apenas iluminaban las moradas de tantos seres extraños a sí mismos, que tal vez se debatían en luchas estériles o persecuciones inhumanas. Más lejos, pude ver el débil reflejo que en mi última vigilia aún alumbraba mi ventana.

Sólo el rumor de algunas hojas secas que mis pies oprimían me acompañaba. Y el olor peculiar de la Tierra incitándome a quedarme. Pero seguí hasta subir al descanso de un puente que me acercaba más a la serenidad del firmamento.

A medida que desaparecían las siluetas todavía dibujadas de los árboles; mientras se apagaban las postreras gotas de esta lluvia de verano y la última franja dorada del Sol huia por la tiniebla del horizonte, fue invadiéndome una rara sensación, como de estar suspendida en la confluencia de dos mundos.

Abajo, rozándome los pies, la Tierra se dormía en su lecho de oscuridad completa. Arriba, un imperio de estrellas prodigiosas y la Vía Láctea, en su camino encendido surcaban el cielo océanico, como barco fantasmal e irisado que invitaba a viajar hacia el misterio.

Sentí la llamada de otras voces; descubrí horizontes de trigales celestes, donde mis brazos abarcarían todas las espigas, y un sendero alucinante perdido en el espacio donde tal vez podría internarme en la terca búsqueda de algo confuso que no encontré en la Tierra.

Y ascendí hechizada por el imán de un hemisferio de constelaciones, por una sucesión de explosiones cósmicas que a veces parecían escapar del fondo del mar, en estallidos de coral, y a ratos la bóveda del firmamento semejaba la entrada de una mina donde refulgían todas las piedras preciosas salpicando la oscuridad de esplendores irreales.

Todo resplandecía, bordado de ópalos errantes.

Y yo viajaba a la velocidad de la luz. Mi cuerpo había desaparecido. Tal vez sólo me quedaban el alma y los ojos envueltos en una gasa ingrávida y transparente.

Sólo una vez miré hacia abajo y una emoción conmovedora tembló en mi desamparo.
La tierra, mi planeta distante, era desde lejos un disco armonioso, brillante y vivo, circundado por los astros. Aún se veían las manchas móviles y verdes de los océanos; los promontorios rocosos, que pintaba de naranja y oro el reflejo del Sol, y del otro lado, la luz débil de una perla amanecida.

Nunca sentí tan hondo la belleza de tal obra maestra, ni tan dolorosa la certidumbre de que en ese estadio espléndido el hombre agredía al hombre, manchando la hermosura con sangre inocente.

Después sólo un punto azul que desapareció en la oscuridad y una lágrima que se deshizo en el silencio.

Y seguí remontándome más allá de las estrellas de amatista y de las constelaciones de violeta.

De pronto el cielo profundamente limpió se incendió de un súbito color enrojecido. Cerré los ojos cegados por la repentina brillantez, y un sopor me invadió mientras la atmósfera extraña me cercaba.

Y me quedé dormida bajo el fulgor de lo inusitado.

Marte (Año 2,000), Venus (Año 3,000), Saturno (Año 4,000), Mercurio (Año 5,000) Plutón (Año 6,000), Júpiter (Año 7,000), Urano (Año 8,000) Neptuno (Año 9,000).

1 comentario:

Victoria dijo...

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