jueves, 14 de enero de 2010


LA BELLA DURMIENTE
Aunque vengas mañana en tu ausencia de hoy perdí algún reino.
Carlos Pellicer

Tal vez retornan aquellas imágenes, abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza, nuestros primeros espejos ocultos allí, y acariciamos temblando los labios de esa boca, que parece atrapada por aquel irresisitible deseo de morder el infinito, pasamos los dedos por el suelo de esa frente, por la apariencia de las mejillas que se resisten a la revelación, y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de nuestra antigua cabeza, del deseo de esta mano con que aún acariciamos, hemos perdido para entonces la cuenta de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.

Tal vez retornan aquellas imágenes, tal vez aparace lo que quisimos que fuera el amor, la costumbre de acariciarnos desde lejos, las señales de espejo aprovechando cierto rayo de sol, la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos peces, los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques abandonados.

Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así, de imaginarnos así, en secreto, en aire no compartido, en respiración por separado, pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como alguien que mira hacia el mar viendo desde su cama la pared de su cuarto.

Tal vez aparece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo descaro y nuestro antiguo pudor, nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado, el delicioso escondite al que no hemos podido regresar porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha cubierto de arena, de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.

Entonces la caja de cristal donde reposa nuestra cabeza de antaño puede caer de nuestras manos, entonces nuestros rostros pueden emebellecerse con el desamparo de nuestra primera boca, aquellas con la que imaginábamos el mundo y el beso del mundo y la piel que se resiste a la caricia, como una virgen atrapada por el invierno, y ahora nuestras bocas se iluminan con aquello que entonces no supimos besar.

Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en nuestras distancias, en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos, referencias de un mundo asediado por su invención, y nos tocamos y nos esperamos, sonriendo sin remedio, vacilando sin remedio la boca casi seca por el sudor de lo irreal, aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos. (Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba de asistir a una ejecución en nuestra mirada), y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de imágenes vamos a reconocernos.

Nos entregamos por un instante al instante, por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos recuerdan o donde nos olvidan, las leyes de la ciudad no nos tocan, por un instante somos los otros, aquellos dos en los que tanto soñamos.

Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra creación, como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos para llegar hasta esta mirada hermosa y vacilante de ahora.

Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje; hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un animalillo cansado, y nos miramos, penetramos en esas zonas donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las alianzas de sus imágenes.

Y me hablas de esa niña de trenzas, aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus pierenas, avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que salía, sabiendo osucramente que estaba perdida desde entonces, acobardada sin remedio desde entonces, buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente; y yo te hablo de aquel niño que no tenía donde esconderse porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado tarde, y el cadáver de su infancia se pudría entre sus manos, te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos su antiguo corazón.

Y no hay amargura en nosotros, tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación, porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día, y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos, no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en nuestras manos, esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil; esos niños han muerto, nuestras manos deberán separarse para seguir siendo reales.

Mujer, mujer, mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo? ¿Alguna pequeña señal? ¿La viste, la viste?
Mujer, "niña extraviada", "bella muchacha sin libertad", frases manoseadas, ¿te sentiste conmigo la "niña extraviada"? ¿La bella muchacha sin libertad"?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más? ¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaba a mi lado haciendo muecas y de la cual no te hablé? ¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?

Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal, tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una inútil alusión al pasado, mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas, tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera posible, mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
"En el patio de mi casa -dijiste- había unos pinos como éstos..."
Y no agregaste: "Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón y plántalos este anochecer..."
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tener el hacha que no existía. Sí, juntos mirábamos esos pinos; sí, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado del atrio, cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que posiblemente no mirábamos, tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el hacha con la misma belleza del amor, en las montañas que sólo tú conocías, en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.

Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada vez más oscuras, cada vez más lejanas, y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de una mujer que al quedarse desnuda se quedará invisible.

Juntos los dos, a punto de tomar el misterio, a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus extensiones, a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos, a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo encantado, a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo, a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado... a punto solamente, a punto de algo.

Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo quienes éramos, algo he sabido de aquellos dos, vagamente lo he oído en algún sitio de mis palabras, en algún laberinto de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías, he empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro, las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos desconocidos, han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas realizaciones de que habla la Historia, y esta frase se siente perdida...

Ya no sé quiénes somos; en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz de un movimiento crepuscular y vacío, la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja, pasan las aves que le faltaban a la noche...
Ya no sé quiénes somos; el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene retratos, no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quiénes somos; tal vez mañana alguno de los dos lo sepa, y tal vez entonces sea neceario sonreír, fingir que recordamos, fingir que somos nosotros, y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor del viento en sus ramas, escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los pinos; ese anochecer cerrrará las ventanas de sus propias imágenes y será el dato falseado de su propia memoria.

Y ahora estos elementos, estas formas de decirnos adiós con imaginarias preguntas, con fuegos de artificio, con imposibles pinos plantados en un patio, con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y más arbitraria.

Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron de nuestra codicia en el mundo, y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio mientras mirábamos anochecer en los pinos, o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada, tal vez no sepamos nada, no inventemos nada, tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida que no acertamos a conocer, y que tal vez, quién sabe, fuimos por un instante aquellos dos "que reinaron y vivieron muy felices" según terminaba el libro de cuentos.
José Carlos Becerra.

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