No Sucumbiré
¡Eh -gritó Will-, la gente corre como si ya hubiera llegado la Tormenta!". "¡Llegó -gritó Jim-, la tormenta somos nosotros. Ray Bradbury
sábado, 12 de noviembre de 2016
12/11/2016
sábado, 26 de marzo de 2016
Querido fantasma de mi pasado:
Sólo tú me hiciste los mejores dibujos, las mejores canciones y los mejores platillos.
Podíamos ser como dos niños y salir a perdernos en nuestras bicicletas todo el día encontrando nuevos caminos haciendo nuevos recuerdos y jugar a ser adultos y meternos en los museos.
Podíamos ser sinceros sin herirnos y confesarnos con quien queríamos encamarnos sin herir susceptibilidades. Podríamos tener esa complicidad de contarnos todo, lo bueno, lo malo , lo feo, lo oscuro y lo bello.
Estimado fantasma de mi pasado, tú me malcriaste mucho me hiciste acostumbrarme a ser la luz más brillante en tu cielo.
Nuestro período de esplendor fue tan bueno pues me acostumbré a vivir los días colmada de amor, besos y abrazos imprevistos.
Supongo que merezco lo que tengo ahora, y también creo que es natural que al final todo se transforma incluso el amor empieza a descomponerse con el tiempo.
Esta carta es un gracias querido fantasma de mi pasado, espero que estés bien en donde quiera que estés.
lunes, 23 de junio de 2014
CLARICE LISPECTOR dice lo que yo quisiera:
La punta del lápiz el trazo.
Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí a donde voy.
En la punta del pie el salto.
Parece la historia de alguien que fue y no volvió: es allí a donde voy.
¿O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las cosas. Si continúan mágicas. ¿Realidad? Te espero. Es allí a donde voy.
En la punta de la palabra está la palabra. Quiero usar la palabra «tertulia», y no sé dónde ni cuándo. Al lado de la tertulia está la familia. Al lado de la familia estoy yo. Al lado de mí estoy yo. Es hacia mí a donde voy. Y de mí salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la realidad a donde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero después, después todo es real. Y el alma libre busca un canto para acomodarse. Soy un yo que anuncia. No sé de qué estoy hablando. Estoy hablando de nada. Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con amor mi nombre.
Es hacia mi pobre nombre a donde voy.
Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa.
En la extremidad de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide, la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.
Yo al lado del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy, bruja que soy. Y me transmuto.
Oh, cachorro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de mi cuerpo. Y muero lentamente.
¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos nosotros.
Traducción: Cristina Peri Rossi
martes, 15 de octubre de 2013
I
Por qué nunca te dijeron que estaba bien vivir haciendo lo que querías, porque si no te lo enseñaron de algún modo aprendiste que la vida es para ser llevado y conducido, más no elegir y hacer el futuro de tu camino.
Ahora pienso y hago todo muy diferente, esta bien dejar crecer mi cabello y que lo mueva el viento, yo decido el camino de mis pasos, yo soy la actriz de mi vida, no más la espectadora.
Si la vida te tira vuélvete a levantar, no olvides el objeto que te pusó en el suelo. Pero sigue adelante y no tengas miedo, con perseverancia y tenacidad es posible lograr todas y cada una de las cosas que te propongas, esto ya no es por ti, recuerda es por él, siempre por él.
A él no le insertes nada, él ya es perfecto sólo guíalo en este mundo, para que él vea y decida lo que le parecerá adecuado. Él como todo en este mundo, no te pertenece en absoluto.
Ámalo ahora, que el tiempo pasa demasiado rápido, disfruta el aquí y el ahora.
Y lo más importante nunca tengas miedo, enfrenta la consecuencia de tus actos, pero nunca dejes que el miedo entré a tu casa, se apoderé de tu mente ni de tu cuerpo.
Observa la fortaleza que tiene ese ser y aprendéla. Imita eso.
No te pertenece, sin embargo debes protegerlo como esa gran y hermoso regalo que la vida te dio.
Melissa Ortiz
martes, 7 de agosto de 2012
martes, 31 de julio de 2012
Autodestrucción II
lunes, 11 de junio de 2012
"To your health" de Keaton Henson.
Make mine a pain in the neck
Here's to you, you old wreck
And mine is a thorn in my side
Drink up, so we can both finally die
And I'll bite your bone (?)
Nothing too rough (?)
With nothing too rough (?)
So make mine an all out of luck
Here's to you, you miserable fuck
And why did you finally leave?
Because all you think of is me
Because all you think of is me
All you think of is me
Make mine a pain in the neck
Here's to you, you old wreck
http://www.keatonhenson.com/
Quisiste detener el tiempo, quisiste borrar de tu memoria aquel día en que al leer la hoja de ese libro te perforó el pecho. Quisiste ser lo que un día fuiste por inocente y bella, y al mismo tiempo te reconoces ahora plena y satisfecha.
Deseas desde lo más profundo de tu pecho que no te sueñen, que no te lloren, que no te recuerden y que ninguna voz ¡por favor! te llame desde ninguna parte. Que te dejen con tu nuevo yo, sabiendo perfectamente que eres tú quién deseas ser, que todo lo que has dejado atrás se ha extraviado. Sabiendo que juegas a esperar como si fueras un anciano esperando a la muerte.
Y llevas dentro de ti algo tan hermoso como el polvo estelar, porque vives sabiendo que eso que llevas dentro de ti es la promesa más verdadera que tu vida haya conocido.
Y hay algo muy íntimo en todo esto que es tu secreto, es tu alegría y tu deseo.
jueves, 17 de noviembre de 2011
nocturno
domingo, 6 de noviembre de 2011
"Quizás te contagies a través de las lágrimas".
Ella sabía que era invisible para todos, como lo es un perro sarnoso, tuerto, ciego y perdido en la calle, igual a un niño de la calle infestado de profunda tristeza. Hambrientos, drogados, infinitamente solos y desesperanzados en un crucero.
Ella lo sabía, ella lo sabía.
Melissa Ortiz.
martes, 18 de octubre de 2011
I
La cuestión de quién era yo me consumía. Me convencí de que no hallaría la imagen de la persona que yo era: persona segundos.
Lo que en mí surgió a la superficie desapareció nuevamente de la vista. Y sentí que el momento de mi primera investidura fue el momento en que empecé a represetarme -el momento en qué empecé a vivir por grados- segundo a segundo- implacablemente- ¡Oh, mente, qué haces!- ¿Quiere ser cubierat o quiere ser vista?-
Y esa vestidura -¡qué bien te sienta!- estrellada con los ojos de otros sollozando-.
Jorie Graham
"Notes on the reality of self".
jueves, 15 de septiembre de 2011
El gran Inquisidor.
Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignáos, aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.
Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor, cúrame para que pueda verte!” Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!”
Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
—¡Él resucitará a tu hija! —le grita el pueblo a la desconsolada madre.
El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
Pero la madre profiere:
—¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).
La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.
Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
—¡Prendedle!— les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.
Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
Muere el día, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
De pronto, en las tinieblas se abr la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
—¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta prosigue
—No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda...
Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
—El Espíritu terrible e inteligente — añade, tras una larga pausa —, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...
Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras.” Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que “no so1o de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. “Dales pan si quieres que sean virtuosos.” Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos — huyendo aún de la persecución, del martirio —, para gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!” Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca — ¡nunca! — sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que — ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! — nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
Como ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos — haciéndoles felices — : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.
La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo — ¡ocho siglos! — que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia —los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia—; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria: nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros —los más—, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”
No se les ocultará que el pan —obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad — no, como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te atreves!” No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.
Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.
Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad”. El preso se aleja.
Feodor Dostoievski
(1821-1881)
martes, 13 de septiembre de 2011
Y diría Neruda: "juegan el largo, el triste juego del amor"
Estoy feliz, es cómo decirle al cielo que lo amo, sabiendo que esa frase se la llevará el viento y nada quedará después de eso.
Me abrazo a tu fuerte, moreno y bello cuerpo, en serio, no sé por qué, pero en verdad ahora soy incapaz de sentir el más mínimo de miedo.
lunes, 29 de agosto de 2011
miércoles, 24 de agosto de 2011
sábado, 25 de junio de 2011
Eloisa to Abelard
In these deep solitudes and awful cells,
Where heav'nly-pensive contemplation dwells,
And ever-musing melancholy reigns;
What means this tumult in a vestal's veins?
Why rove my thoughts beyond this last retreat?
Why feels my heart its long-forgotten heat?
Yet, yet I love! — From Abelard it came,
And Eloisa yet must kiss the name.
Dear fatal name! rest ever unreveal'd,
Nor pass these lips in holy silence seal'd.
Hide it, my heart, within that close disguise,
Where mix'd with God's, his lov'd idea lies:
O write it not, my hand — the name appears
Already written — wash it out, my tears!
In vain lost Eloisa weeps and prays,
Her heart still dictates, and her hand obeys.
Relentless walls! whose darksome round contains
Repentant sighs, and voluntary pains:
Ye rugged rocks! which holy knees have worn;
Ye grots and caverns shagg'd with horrid thorn!
Shrines! where their vigils pale-ey'd virgins keep,
And pitying saints, whose statues learn to weep!
Though cold like you, unmov'd, and silent grown,
I have not yet forgot myself to stone.
All is not Heav'n's while Abelard has part,
Still rebel nature holds out half my heart;
Nor pray'rs nor fasts its stubborn pulse restrain,
Nor tears, for ages, taught to flow in vain.
Soon as thy letters trembling I unclose,
That well-known name awakens all my woes.
Oh name for ever sad! for ever dear!
Still breath'd in sighs, still usher'd with a tear.
I tremble too, where'er my own I find,
Some dire misfortune follows close behind.
Line after line my gushing eyes o'erflow,
Led through a sad variety of woe:
Now warm in love, now with'ring in thy bloom,
Lost in a convent's solitary gloom!
There stern religion quench'd th' unwilling flame,
There died the best of passions, love and fame.
Yet write, oh write me all, that I may join
Griefs to thy griefs, and echo sighs to thine.
Nor foes nor fortune take this pow'r away;
And is my Abelard less kind than they?
Tears still are mine, and those I need not spare,
Love but demands what else were shed in pray'r;
No happier task these faded eyes pursue;
To read and weep is all they now can do.
Then share thy pain, allow that sad relief;
Ah, more than share it! give me all thy grief.
Heav'n first taught letters for some wretch's aid,
Some banish'd lover, or some captive maid;
They live, they speak, they breathe what love inspires,
Warm from the soul, and faithful to its fires,
The virgin's wish without her fears impart,
Excuse the blush, and pour out all the heart,
Speed the soft intercourse from soul to soul,
And waft a sigh from Indus to the Pole.
Thou know'st how guiltless first I met thy flame,
When Love approach'd me under Friendship's name;
My fancy form'd thee of angelic kind,
Some emanation of th' all-beauteous Mind.
Those smiling eyes, attemp'ring ev'ry day,
Shone sweetly lambent with celestial day.
Guiltless I gaz'd; heav'n listen'd while you sung;
And truths divine came mended from that tongue.
From lips like those what precept fail'd to move?
Too soon they taught me 'twas no sin to love.
Back through the paths of pleasing sense I ran,
Nor wish'd an Angel whom I lov'd a Man.
Dim and remote the joys of saints I see;
Nor envy them, that heav'n I lose for thee.
How oft, when press'd to marriage, have I said,
Curse on all laws but those which love has made!
Love, free as air, at sight of human ties,
Spreads his light wings, and in a moment flies,
Let wealth, let honour, wait the wedded dame,
August her deed, and sacred be her fame;
Before true passion all those views remove,
Fame, wealth, and honour! what are you to Love?
The jealous God, when we profane his fires,
Those restless passions in revenge inspires;
And bids them make mistaken mortals groan,
Who seek in love for aught but love alone.
Should at my feet the world's great master fall,
Himself, his throne, his world, I'd scorn 'em all:
Not Caesar's empress would I deign to prove;
No, make me mistress to the man I love;
If there be yet another name more free,
More fond than mistress, make me that to thee!
Oh happy state! when souls each other draw,
When love is liberty, and nature, law:
All then is full, possessing, and possess'd,
No craving void left aching in the breast:
Ev'n thought meets thought, ere from the lips it part,
And each warm wish springs mutual from the heart.
This sure is bliss (if bliss on earth there be)
And once the lot of Abelard and me.
Alas, how chang'd! what sudden horrors rise!
A naked lover bound and bleeding lies!
Where, where was Eloise? her voice, her hand,
Her poniard, had oppos'd the dire command.
Barbarian, stay! that bloody stroke restrain;
The crime was common, common be the pain.
I can no more; by shame, by rage suppress'd,
Let tears, and burning blushes speak the rest.
Canst thou forget that sad, that solemn day,
When victims at yon altar's foot we lay?
Canst thou forget what tears that moment fell,
When, warm in youth, I bade the world farewell?
As with cold lips I kiss'd the sacred veil,
The shrines all trembl'd, and the lamps grew pale:
Heav'n scarce believ'd the conquest it survey'd,
And saints with wonder heard the vows I made.
Yet then, to those dread altars as I drew,
Not on the Cross my eyes were fix'd, but you:
Not grace, or zeal, love only was my call,
And if I lose thy love, I lose my all.
Come! with thy looks, thy words, relieve my woe;
Those still at least are left thee to bestow.
Still on that breast enamour'd let me lie,
Still drink delicious poison from thy eye,
Pant on thy lip, and to thy heart be press'd;
Give all thou canst — and let me dream the rest.
Ah no! instruct me other joys to prize,
With other beauties charm my partial eyes,
Full in my view set all the bright abode,
And make my soul quit Abelard for God.
Ah, think at least thy flock deserves thy care,
Plants of thy hand, and children of thy pray'r.
From the false world in early youth they fled,
By thee to mountains, wilds, and deserts led.
You rais'd these hallow'd walls; the desert smil'd,
And Paradise was open'd in the wild.
No weeping orphan saw his father's stores
Our shrines irradiate, or emblaze the floors;
No silver saints, by dying misers giv'n,
Here brib'd the rage of ill-requited heav'n:
But such plain roofs as piety could raise,
And only vocal with the Maker's praise.
In these lone walls (their days eternal bound)
These moss-grown domes with spiry turrets crown'd,
Where awful arches make a noonday night,
And the dim windows shed a solemn light;
Thy eyes diffus'd a reconciling ray,
And gleams of glory brighten'd all the day.
But now no face divine contentment wears,
'Tis all blank sadness, or continual tears.
See how the force of others' pray'rs I try,
(O pious fraud of am'rous charity!)
But why should I on others' pray'rs depend?
Come thou, my father, brother, husband, friend!
Ah let thy handmaid, sister, daughter move,
And all those tender names in one, thy love!
The darksome pines that o'er yon rocks reclin'd
Wave high, and murmur to the hollow wind,
The wand'ring streams that shine between the hills,
The grots that echo to the tinkling rills,
The dying gales that pant upon the trees,
The lakes that quiver to the curling breeze;
No more these scenes my meditation aid,
Or lull to rest the visionary maid.
But o'er the twilight groves and dusky caves,
Long-sounding aisles, and intermingled graves,
Black Melancholy sits, and round her throws
A death-like silence, and a dread repose:
Her gloomy presence saddens all the scene,
Shades ev'ry flow'r, and darkens ev'ry green,
Deepens the murmur of the falling floods,
And breathes a browner horror on the woods.
Yet here for ever, ever must I stay;
Sad proof how well a lover can obey!
Death, only death, can break the lasting chain;
And here, ev'n then, shall my cold dust remain,
Here all its frailties, all its flames resign,
And wait till 'tis no sin to mix with thine.
Ah wretch! believ'd the spouse of God in vain,
Confess'd within the slave of love and man.
Assist me, Heav'n! but whence arose that pray'r?
Sprung it from piety, or from despair?
Ev'n here, where frozen chastity retires,
Love finds an altar for forbidden fires.
I ought to grieve, but cannot what I ought;
I mourn the lover, not lament the fault;
I view my crime, but kindle at the view,
Repent old pleasures, and solicit new;
Now turn'd to Heav'n, I weep my past offence,
Now think of thee, and curse my innocence.
Of all affliction taught a lover yet,
'Tis sure the hardest science to forget!
How shall I lose the sin, yet keep the sense,
And love th' offender, yet detest th' offence?
How the dear object from the crime remove,
Or how distinguish penitence from love?
Unequal task! a passion to resign,
For hearts so touch'd, so pierc'd, so lost as mine.
Ere such a soul regains its peaceful state,
How often must it love, how often hate!
How often hope, despair, resent, regret,
Conceal, disdain — do all things but forget.
But let Heav'n seize it, all at once 'tis fir'd;
Not touch'd, but rapt; not waken'd, but inspir'd!
Oh come! oh teach me nature to subdue,
Renounce my love, my life, myself — and you.
Fill my fond heart with God alone, for he
Alone can rival, can succeed to thee.
How happy is the blameless vestal's lot!
The world forgetting, by the world forgot.
Eternal sunshine of the spotless mind!
Each pray'r accepted, and each wish resign'd;
Labour and rest, that equal periods keep;
"Obedient slumbers that can wake and weep;"
Desires compos'd, affections ever ev'n,
Tears that delight, and sighs that waft to Heav'n.
Grace shines around her with serenest beams,
And whisp'ring angels prompt her golden dreams.
For her th' unfading rose of Eden blooms,
And wings of seraphs shed divine perfumes,
For her the Spouse prepares the bridal ring,
For her white virgins hymeneals sing,
To sounds of heav'nly harps she dies away,
And melts in visions of eternal day.
Far other dreams my erring soul employ,
Far other raptures, of unholy joy:
When at the close of each sad, sorrowing day,
Fancy restores what vengeance snatch'd away,
Then conscience sleeps, and leaving nature free,
All my loose soul unbounded springs to thee.
Oh curs'd, dear horrors of all-conscious night!
How glowing guilt exalts the keen delight!
Provoking Daemons all restraint remove,
And stir within me every source of love.
I hear thee, view thee, gaze o'er all thy charms,
And round thy phantom glue my clasping arms.
I wake — no more I hear, no more I view,
The phantom flies me, as unkind as you.
I call aloud; it hears not what I say;
I stretch my empty arms; it glides away.
To dream once more I close my willing eyes;
Ye soft illusions, dear deceits, arise!
Alas, no more — methinks we wand'ring go
Through dreary wastes, and weep each other's woe,
Where round some mould'ring tower pale ivy creeps,
And low-brow'd rocks hang nodding o'er the deeps.
Sudden you mount, you beckon from the skies;
Clouds interpose, waves roar, and winds arise.
I shriek, start up, the same sad prospect find,
And wake to all the griefs I left behind.
For thee the fates, severely kind, ordain
A cool suspense from pleasure and from pain;
Thy life a long, dead calm of fix'd repose;
No pulse that riots, and no blood that glows.
Still as the sea, ere winds were taught to blow,
Or moving spirit bade the waters flow;
Soft as the slumbers of a saint forgiv'n,
And mild as opening gleams of promis'd heav'n.
Come, Abelard! for what hast thou to dread?
The torch of Venus burns not for the dead.
Nature stands check'd; Religion disapproves;
Ev'n thou art cold — yet Eloisa loves.
Ah hopeless, lasting flames! like those that burn
To light the dead, and warm th' unfruitful urn.
What scenes appear where'er I turn my view?
The dear ideas, where I fly, pursue,
Rise in the grove, before the altar rise,
Stain all my soul, and wanton in my eyes.
I waste the matin lamp in sighs for thee,
Thy image steals between my God and me,
Thy voice I seem in ev'ry hymn to hear,
With ev'ry bead I drop too soft a tear.
When from the censer clouds of fragrance roll,
And swelling organs lift the rising soul,
One thought of thee puts all the pomp to flight,
Priests, tapers, temples, swim before my sight:
In seas of flame my plunging soul is drown'd,
While altars blaze, and angels tremble round.
While prostrate here in humble grief I lie,
Kind, virtuous drops just gath'ring in my eye,
While praying, trembling, in the dust I roll,
And dawning grace is op'ning on my soul:
Come, if thou dar'st, all charming as thou art!
Oppose thyself to Heav'n; dispute my heart;
Come, with one glance of those deluding eyes
Blot out each bright idea of the skies;
Take back that grace, those sorrows, and those tears;
Take back my fruitless penitence and pray'rs;
Snatch me, just mounting, from the blest abode;
Assist the fiends, and tear me from my God!
No, fly me, fly me, far as pole from pole;
Rise Alps between us! and whole oceans roll!
Ah, come not, write not, think not once of me,
Nor share one pang of all I felt for thee.
Thy oaths I quit, thy memory resign;
Forget, renounce me, hate whate'er was mine.
Fair eyes, and tempting looks (which yet I view!)
Long lov'd, ador'd ideas, all adieu!
Oh Grace serene! oh virtue heav'nly fair!
Divine oblivion of low-thoughted care!
Fresh blooming hope, gay daughter of the sky!
And faith, our early immortality!
Enter, each mild, each amicable guest;
Receive, and wrap me in eternal rest!
See in her cell sad Eloisa spread,
Propp'd on some tomb, a neighbour of the dead.
In each low wind methinks a spirit calls,
And more than echoes talk along the walls.
Here, as I watch'd the dying lamps around,
From yonder shrine I heard a hollow sound.
"Come, sister, come!" (it said, or seem'd to say)
"Thy place is here, sad sister, come away!
Once like thyself, I trembled, wept, and pray'd,
Love's victim then, though now a sainted maid:
But all is calm in this eternal sleep;
Here grief forgets to groan, and love to weep,
Ev'n superstition loses ev'ry fear:
For God, not man, absolves our frailties here."
I come, I come! prepare your roseate bow'rs,
Celestial palms, and ever-blooming flow'rs.
Thither, where sinners may have rest, I go,
Where flames refin'd in breasts seraphic glow:
Thou, Abelard! the last sad office pay,
And smooth my passage to the realms of day;
See my lips tremble, and my eye-balls roll,
Suck my last breath, and catch my flying soul!
Ah no — in sacred vestments may'st thou stand,
The hallow'd taper trembling in thy hand,
Present the cross before my lifted eye,
Teach me at once, and learn of me to die.
Ah then, thy once-lov'd Eloisa see!
It will be then no crime to gaze on me.
See from my cheek the transient roses fly!
See the last sparkle languish in my eye!
Till ev'ry motion, pulse, and breath be o'er;
And ev'n my Abelard be lov'd no more.
O Death all-eloquent! you only prove
What dust we dote on, when 'tis man we love.
Then too, when fate shall thy fair frame destroy,
(That cause of all my guilt, and all my joy)
In trance ecstatic may thy pangs be drown'd,
Bright clouds descend, and angels watch thee round,
From op'ning skies may streaming glories shine,
And saints embrace thee with a love like mine.
May one kind grave unite each hapless name,
And graft my love immortal on thy fame!
Then, ages hence, when all my woes are o'er,
When this rebellious heart shall beat no more;
If ever chance two wand'ring lovers brings
To Paraclete's white walls and silver springs,
O'er the pale marble shall they join their heads,
And drink the falling tears each other sheds;
Then sadly say, with mutual pity mov'd,
"Oh may we never love as these have lov'd!"
From the full choir when loud Hosannas rise,
And swell the pomp of dreadful sacrifice,
Amid that scene if some relenting eye
Glance on the stone where our cold relics lie,
Devotion's self shall steal a thought from Heav'n,
One human tear shall drop and be forgiv'n.
And sure, if fate some future bard shall join
In sad similitude of griefs to mine,
Condemn'd whole years in absence to deplore,
And image charms he must behold no more;
Such if there be, who loves so long, so well;
Let him our sad, our tender story tell;
The well-sung woes will soothe my pensive ghost;
He best can paint 'em, who shall feel 'em most.
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sábado, 28 de mayo de 2011
Ma utz in wooli, tin ok´ol
Tú piensas que tienes que protegerme a mí, y la verdad es que de hecho: yo vine a protegerte a ti.
Me corresponde a mí protegerte de ti misma.
Siempre he pensado que tú vida sin mí sería más sencilla. Mientras que tú piensas que estoy ofreciendo la mitad de lo que puedo dar, y sin embargo no entiendo por qué al darlo todo, a diferencia de ti, yo aún puedo estar en pie y además seguir dando más y más, y al final esto ni me recompensará.
Quizá mi destino y mi sentencia están en mi cuerpo.
Yo sólo me alegro y quedo tranquila al saber que afortunadamente tú nunca sabrás lo que es vivir y hacer a mi manera.
Me complace darme cuenta que tú nunca atravesarás los tuneles más oscuros por donde he tenido que pasar, y los niveles de resistencia a los que me he tenido que enfrentar, y los que aún tendré que experimentar.
Me alegra ver que la vida ahora te ha reservado un buen lugar, y te dice: -"Bienvenida"-.
Yo algunas veces quisiera saber lo que es eso, sentirse pertenecida a un lugar, seguramente ha deser genial eso, ¿no?
¿Ahora entiendes por qué digo que yo te protejo a ti?
Yo vine a ser lo que nadie quiere ver, soy lo que nadie quiere escuchar.
Soy la verdad de la "realidad" que nadie quiere ver, ni escuchar hablar, por eso soy tu contraparte.
Soy el caos en tu estabilidad.
Soy el ruido en tu tranquilidad.
Soy, soy y soy, y no puedo dejar de ser.
Así que por favor te pido que dejes de pensar que tienes que protegerme pues si sigues pensando así seguirás haciendo de mí tu grillete.
Liberáte ahora tú de mí, mi materia interior parece estar hecha de mercurio.
Te pido no hagas de mí tu carga.
Melissa Ortiz.
Ma utz in wooli, tin ok´ ol
(No está bien mi ánimo, estoy llorando)
maya chol
ok´ol `llorar´
tin 1Sg (primera persona del singular) objeto
ma (negación)
in wool `ànimo´
Siendo lo que esta en cursiva mis observaciones, siempre dispuestas al cambio según me informe de los datos precisos.
viernes, 20 de mayo de 2011
No llores.
No llores que no puedo hacer nada más que sentir que mi pecho se ha abierto y se desangra.
Y sé que nos encontraremos (quizá ya no en una tercera persona del plural inclusivo) pero me gustaría que supieras que la cómplicidad que se comparte en algún intervalo de la vida es algo invaluable.
No llores, mejor sonríe y piensa en quién eres, y piensa que yo voy dentro de ti como un hijo no nacido, y piensa que yo voy dentro de ti, como la semilla de algo que busca ser una gran raíz, como un árbol milenario que dará miles de frutos.
Creceremos Betsabe[sic] creceremos y volaremos, pero por favor no llores que se me va contigo hasta el más mínimo pedazo de alma.
domingo, 8 de mayo de 2011
¡Te quiero a mares azules e infinitos!
viernes, 22 de abril de 2011
Los monstruos nunca mueren.
Los monstruos nunca mueren
Si crees que retroceden, si parece
que han olvidado el rastro de tus días,
tus lugares sagrados, tus ruinas,
el bosque inabarcable de tus sueños;
si sonríes, porque ya no recuerdas
la última noche en que te atormentaron,
ten por seguro que andarán buscándote,
ten por seguro que darán contigo.
Y entonces pisarán donde tú ya has pisado,
incediarán tu bosque, tendrás cita
con ellos en su cama, jugarán con tus cartas,
beberás de su copa
y soñarán por ti castigos inpensables.
Los monstruos nunca mueren .
Viajan dentro de ti, regresan siempre.
Son los pasos que escuchas
en el destartalado desván de la conciencia,
el ruido del somier de dos que follan
en el cuarto contiguo en que no hay nadie.
Los monstruos son las sombras chinescas que proyecta
un insomne demonio en la pared,
o el salvaje aleteo de un pájaro invisible
en un cofre cerrado; la llamada
en mitad de la noche, sin respuesta,
y es la respiración del monstruo
la que está al otro lado, jadeando.
Son el centro de un ojo
que no puede dormir,
porque no tiene párpado.
Pasa el tiempo, se pierde,
la memoria se pudre,
desolladero abajo de nosotros,
el amor se consume por obra de su fuego.
Los secretos terminan traicionándose,
cede la fiebre, el sol declina,
se nos muere la dicha del que fuimos,
el que somos se muere sin saberlo.
Pero los monstruos no.
Los monstruos nunca mueren.
Poema de Carlos Marzal, Valencia 1961.
Vivo en el caribe, lo digo en la forma indicativo del español, no lo digo presumiendo.
Lo digo como un hecho, estoy en el mismísimo paraíso, el mar es azul, el aire está limpio, y aún así estaba muerta por dentro porque yo misma fui capaz de amar a un hombre muerto, yo estaba muerta también.
Hasta acá me vine a dar cuenta de que dentro y conmigo estaba cargando mis propios monstruos que traía desde lejos, me seguían sin importarles las barreras del espacio y del tiempo.
Yo también tuve que morirme también.
Si uno está arruinado, de igual modo verás todo, no importa que estés en el lugar más bello, es sólo que citando a Alan Moore "YA NO QUIERO VER MÁS LAS COSAS MUERTAS".
Soy otra ya, he dejado de luchar y ya no busco combatir cierto tipo de putrefacción inherente en mí, ya no intento ocultar ese nauseabundo sentir que me provoca ciertas manifestaciones asquerosas de la especie humana, nadie se robará mi alma.